Estaba tumbado en la cama, sudando. Apenas tenía fuerzas para moverme y me ardía todo el cuerpo. No podía tener más mala suerte. No hacía ni una semana que se había acabado el colegio y, justo cuando estaba a punto de empezar la vida de verano (calle, calle y más calle, con los amigos del barrio), había caído enfermo. Los síntomas fueron claros y contundentes: mi cuerpecillo de siete años había cogido el sarampión. Lo peor de todo fue que no estaba vacunado y lo que en la mayoría de los casos se convierte en una semanita de trámite, para mí fue un verdadero infierno. La fiebre me machacaba. Deliraba, estaba ido. Fue entonces cuando vi a Dios.
Ya le conocía, le había visto muchas veces antes. Recordaba, incluso, haber cantado un villancico en su honor en catalán, con la letra adaptada para rememorar su paso por la ciudad. Pero fue aquel 22 de junio de 1986 cuando se me apareció en mi habitación para regalarme una visión que nunca olvidaré.
Dios se manifestó en una televisión Inter de catorce pulgadas, de antena de cuernos y de blanco y negro, claro, que para eso estábamos en los ochenta y en una casa trabajadora. Mis padres me la instalaron en la habitación porque ni al borde de la muerte -o eso creía yo- estaba dispuesto a perderme el Mundial de fútbol.
Drogado hasta lo que el organismo de un chaval puede aguantar, le pedí a mi madre que encendiera la tele. En la cama, a mi lado, descansaba el álbum Panini que poco a poco se iba llenando de caras de mis ídolos. Mi santoral particular. En sus páginas anotaba, con pasión, precisión y una letra horrorosa, todos los resultados en el cuadro del torneo. Ese día tocaba cuartos de final. Partidazo.
Lo que pasó después lo sabe todo el planeta. Aquel personaje pequeñito, cabezón y un poco rechoncho fue capaz de tomarle el pelo a todo el mundo con un salto imposible y una mano milagrosa, capaz de hacer enmudecer a reyes y reinas. Era trampa, pero una trampa tan bien hecha... No contento con eso, luego se inventó la jugada más bella de la historia del fútbol. No hace falta que la describa, la habéis visto 10 millones de veces.
Aquel día pensé que lo que había visto era producto de la fiebre. Era imposible que aquel gitanillo hubiera sido capaz de dejar tirados a aquellos tiarrones ingleses con la misma facilidad con la que los niños de tercero nos driblaban en los partidos del patio. Imposible... Sólo había una explicación posible. Dios era zurdo y se llamaba Maradona.
Han pasado ya 21 años. Aquel niño creció (poco, a su pesar) y luego conoció a los otros Maradonas: el furioso en Italia'90, el drogadicto, el patético y pesado jugador del Sevilla, el frustrado de USA'94, el más patético todavía jugador de Boca (aquella cresta amarilla era el colmo del mal gusto), el obeso balbuceante, el moribundo, el inmortal... pero ya no eran Dios. Dios es ese señor en blanco y negro que me regaló su magia para mí solo, en una tele cutre, un día de calor infernal. Por siempre, Diego. Gracias.
5 comentarios:
M'has fet emocionar.
Visca el futbol.
ei!
last week vam fer el programa mil quini a la charcha.
encara no t'he felicitat al blog per la teva continuïtat a la teva.
petonàs
heu de veure el pis. perdó: Lo piset!
Las paridas blogueriles hacen que te haya incluido en un meme. Pásate y verás que é lo que é.
Gràcies a l'anònim, primer de tot. És un luxe tenir algun lector de tant en tant i que a sobre et diguin això...
Gràcies, Ruth! Ja tinc el pinso de la Lola assegurat per a un any més. A veure com me les arreglo sense el meu guia a Tàrraco. El Gil compartirà redacció, si tot va bé, amb l'Oli. En breu (t'ho puc assegurar) trepitjo lo pis.
Joder, Joan, un halago, lo del meme. Seguiré el juego, pero me tomaré mi tiempo. Por cierto, me parto con tu blog. The biggest, the best, better than the rest. Clawfinger dixit.
Qué grandes Clawfinger!
Sad to see your
Sad to see your
Sad to see your sorrow!!
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